La siguiente reflexión no me pertenece, pero me parece sencillamente notable, y creo que es la mejor forma de iniciar este Blog.
Los participantes en una maratón (se
acerca la de Santiago y ya hay nervios) se dividen en dos grupos: los
que debutan en la distancia y los que ya lo han hecho antes. Suena a
evidencia, casi a estupidez, ¿verdad? Pero tiene su importancia.
Efectivamente, la primera maratón es
especial. Luego podemos correr muchas más, pero uno recuerda la
primera como uno de los grandes hitos de la vida. Los que nos dedicamos a
correr sabemos que la maratón es la prueba más grandiosa que existe. Se
han inventado carreras más largas, de 100 kilómetros, por ejemplo; o
pruebas que se corren en la montaña o en el desierto o por etapas… Sí,
la locura de la gente no tiene límites. Pero la maratón tiene algo
especial, ese misticismo que la hace tan atractiva. Quizá la historia de
Filípides, que nadie sabe si es cierta o si es cuento; o el hecho de
que se considere una de las pruebas culminantes de los Juegos Olímpicos
desde que se instauraron en la era moderna, allá por 1896. ¡Pero qué
atractivo tiene!
Por lo que sea, cuando uno empieza en
esto de correr, despacito y distancias cortas, siempre piensa en la
maratón como la culminación de un camino. Al principio, nos parece un
reto impensable. “¿Una maratón yo? Nunca en mi vida, eso es imposible”.
Pero empezamos a animarnos con alguna carrera de 10 kilómetros; luego
nos atrevemos con las medias maratones y un buen día nos armamos de
valor y nos lanzamos. ¿Por qué no?
La primera maratón es especial, es
intensa. Los nervios de enfrentarnos a lo desconocido, de no saber cómo
reaccionará el cuerpo, de estar seguros de que vamos a tener que sufrir
mucho para llegar a la meta… Por eso, el día que traspasamos la línea de
meta de nuestra primera maratón sabemos que hemos cruzado una puerta
definitiva. Qué más da si nos han ganado 2.000 personas; no importa si
lo hemos hecho en tres horas, cuatro horas o cinco horas; da igual si no
nos entregan una copa ni subimos al podio. Cuando un corredor vence a
los 42.195 metros de la maratón, sabe que se ha convertido en leyenda,
que ya es inmortal, es eterno. Es una sensación privada, subjetiva. Es una hazaña, y no necesitamos
el reconocimiento de nadie, ni siquiera nos afecta la ignorancia del
vecino, ése que dice: “¿No venciste en la maratón? ¿Te
ganaron 2.000 personas? Eres un poco lento, ¿no?”.
La gloria del corredor de maratón es
personal e intransferible. El día que nos convertimos en maratonistas
sabemos que hemos cumplido un sueño vital, eso es algo que ya no nos
puede arrebatar nadie. Pasarán los años, puede que muchos, incluso que
tengamos que dejar de correr algún día. Aún así, cada vez que contemos
eso de que “yo corrí una maratón” no podremos evitar sonreír, sentirnos
orgullosos al recordar que lo conseguimos.
Autor: Javier Serrano
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